Cristal que forma una barrera entre mi nariz y la lluvia. Y la lluvia también, al romperse en la ventana, revela una burbuja entre el cristal y el viento frío. La lluvia me separa a mí también del aire frío.
Las gotas que se rompen en los vidrios y contra la tierra. Un lodo solemne, en donde casi no se aprecian las líneas que sobresalían cuando empezó a llover.
Mi padre ha pasado toda la tarde, con su rastrillo, marcando la tierra.
Las semillas iba a ponerlas hoy, pero no le gusta mojarse.
No se rendirá, yo lo sé, a sus brotes se los comerán los pájaros o los quemará el sol, endurecerá la tierra o no caerá agua. Pero él volverá a sembrarlo y volverá.
Le digo que es sólo pasto, que no sirve de nada, un tapete se vería mejor y sería menos caprichoso.
Cuando deja de ver las nubes con miedo, las semillas se rompen, empiezan a buscar al sol y tienen forma con la mitad arriba y lo demás abajo del suelo.
Me dice que el pasto es lento, pero sabe agradecer, es infinito. Que cuando crezca más, podremos salir y jugar en él, que no importa que tengo hemofilia, sabré lo que es el sol transfiriéndose a la piel, y que me quitaré los zapatos para percibirlo con las plantas. El pasto sabe agradecer.
Sé que mi padre quiere pasto tejido, que cada hebra sea culta, y entienda la razón para ser sana y seguir formando el dibujo.
Pero también sé que la alegría de mi padre, y su pasto, se secarán, que pronto no habrá más que machones, donde el perro defeque y nadie recordará la época en que mi padre sembraba.
Pero esperaré a que el pasto crezca, a que papá y yo salgamos a jugar con él.
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